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Argentina no tiene el Caribe, pero ofrece casi todo, más allá de Buenos Aires entrega la violencia de las cataratas de Iguazú o una excursión al fin del mundo.




Ahhhhhhhhhhhhhhh!
Estaba totalmente loco. Había varias toneladas de agua por segundo desfilando a un par de metros de mi cara y mis alaridos se perdían por el estruendo de las cascadas. Tenía la ropa empapada y la sensación de estar en un momento trascendental en mi vida. Hacía un rato me había metido en un barco debajo de las cascadas y creía que era imposible superar esa experiencia. Estaba equivocado: desde el balcón es más impresionante.
- ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhh!
Di dos o tres gritos más hasta quedarme sin voz. En el aire flotaban miles de gotas de agua que habían empezado a meterse en mis pulmones y amenazaban con dejarme sin aire en menos de un minuto; le di la espalda a la cascada con una sonrisa: había peleado con la naturaleza y había perdido, pero había peleado; tal vez había librado la batalla más intensa y alucinante de mi paso por la Tierra y estaba feliz. Me imaginé al primer conquistador que llegó a las cataratas de Iguazú -don Álvar Núñez Cabeza de Vaca en 1541- y el terror que tuvo que haber sentido al oír el ruido que anunciaba su presencia; recordé la película La Misión y la escena en la que un condenado Robert de Niro caía por sus abismos.
-Los de La Misión hicieron las primeras pasarelas -me dice un guía.
La gran maravilla de las cataratas de Iguazú -un vocablo guaraní que literalmente significa "agua grande"- no es solo su existencia, sino la capacidad del hombre para "domesticarlas". Hay tres kilómetros de pasarelas sobre el río Iguazú por los que pueden desfilar ancianos y personas en silla de ruedas y varios balcones para apreciar los saltos más importantes y un tren para ir de un lado a otro.
- Fueron unos 30 millones de dólares -dice el mismo guía sin disimular su orgullo. "Malditos argentinos", pensé. En Colombia siempre presumimos de nuestros paisajes, pero por ahora no están tan bien "domesticados", no tenemos un turismo masivo para Caño Cristales o para el Parque Amacayacu del Amazonas, cada vez que pasamos por un puente colgante pensamos que se va a caer y cuando pensamos en la Sierra Nevada de Santa Marta, no solo pensamos en malos caminos, sino en la posibilidad de un secuestro.
En este viaje por Argentina no solo me iba a estrellar contra las cataratas. Mi itinerario finalizaba -literalmente- en el fin del mundo: en Ushuaia, en un paisaje totalmente diferente al que tenía ante mis ojos. Tendría una escala en Buenos Aires y luego tomaría un vuelo de más de tres horas a los dominios del hielo; Ushuaia es la puerta de entrada a la Antártica y a lugares tan helados y desolados que la imaginación de H. P. Lovecraft -el autor de Las montañas de la locura, un Poe de un mundo sobrenatural- ubicó en sus parajes más lejanos una raza de seres inteligentes anteriores al hombre.
En realidad hay pingüinos y leones marinos y el recuerdo de exploradores que terminaron con los huesos congelados o de personajes tan pintorescos y terribles como "el petiso orejudo", pero habrá tiempo para ellos, por ahora volvamos al ruido infernal de Iguazú.
Las cataratas de Iguazú son la frontera natural entre Paraguay, Argentina y Brasil y alrededor hay una poderosa infraestructura turística. Tienen un duty free gigantesco -promocionado como el "más grande del mundo"- y entre Brasil y Argentina tienen suficientes camas de hotel como para albergar a una invasión de japoneses, 80.000 en Brasil y 9.500 en Argentina: todos los años -según sus estadísticas- tienen más de un millón de visitantes.
Los argentinos presumen de un turismo ecológico. Hay hoteles y posadas que ofrecen caminatas, paseos por el río y asados de pacui o surumbi, los dos pescados estrella de la región. Y varias toneladas de carne argentina. Por el lado brasileño -anotan los argentinos con cierta mueca de escándalo- es posible sobrevolar las cataratas en helicóptero. "No es muy ecológico que digamos", murmura el guía cuando muestro cierto tipo de entusiasmo por enfilar mis piernas hacia Brasil. Solo queda 3% de lo que fue la selva paranaense y todos los lugareños se muestran dispuestos a preservarlo con uñas y dientes.
Hay, incluso, un zoológico donde se rehabilitan águilas y halcones atacados por los campesinos. Pero los animales estrella de Iguazú son los coatís: esos ositos selváticos en miniatura que, en cualquier momento, hacen su aparición entre los pies de los turistas.
-Son animalitos salvajes, pero la gente se empecina en darles chitos y se enferman; algunos turistas también terminan mordidos.
En los caminos, perfectamente asfaltados, hacen su aparición pájaros de todas las clases y docenas de micos.
- Pero todavía no has visto lo mejor.
La garganta del diablo es el salto más impactante de Iguazú. Ochenta metros de caída libre, dos millones de litros de agua por segundo. El rugido de los dioses. No hay mucho que decir. Estar en sus fauces es sentir el poder de la naturaleza. En menos de 48 horas dejaría archivadas mis camisetas y mis pantalonetas en el fondo de la maleta. Había otra maravilla de la naturaleza esperando.
- Ushuaia empezó como colonia penitenciaria.
El souvenir más vistoso de la ciudad es -justamente- un traje de rayas. Y uno de sus atractivos es su cárcel. En 1896 el gobierno argentino envió al primer contingente de presos a construir la subprefectura de Tierra del Fuego en este lugar inhóspito y terrible para marcar su soberanía sobre los territorios del sur. Los propios convictos construyeron la Cárcel de Reincidentes y durante varias décadas albergó a los delincuentes más peligrosos de Argentina; hay una leyenda que dice que Carlos Gardel estuvo recluido en sus instalaciones durante una temporada.
Hoy el museo de la cárcel tiene figuras de yeso de sus reos más tenebrosos, entre ellos, un muñeco orejón -con un notable parecido al de la revista Mad- que todavía debe ser la mayor pesadilla para un padre de familia argentino: Cayetano Santos Godino, más conocido como "el petiso orejudo", un singular asesino en serie con atraso mental -los médicos dictaminaron que sufría de una "imbecilidad incurable"- que ahorcaba con una soga a niños menores de dos años y luego les clavaba un puntilla en la sien y les quemaba los parpados con un cigarrillo. En la cárcel fue asesinado por los propios reclusos por matar a la mascota de la penitenciaría.
En el mismo museo hay otras figuras de yeso que, en lugar de producir asco, producen admiración: los yamanas.
-Ellos eran los habitantes originales de Ushuaia.
La ciudad tiene hoy más de 70.000 habitantes, una calle comercial atestada y el Centro Invernal Cerro Castor, el más moderno de Argentina y el lugar donde entrenan varios equipos olímpicos de esquí. "Las principales estrellas del esquí mundial llegan hasta acá cuando no hay nieve en el hemisferio norte", cuenta el instructor Francisco Olave.
El centro tiene veinticuatro pistas, distribuidas en 17 kilómetros, con la temporada de nieve más larga de Sudamérica (entre julio y octubre), un snowpark y varios medios de elevación como telesillas y telesquís. Sus cañones redistribuyen la nieve desde 480 metros de altura hasta la base. Es ideal para practicar snowboard y esquí alpino. También hay varios planes de paseos en moto o en trineos jalados por perros. Y claro: paseos a las islas de los leones y los lobos marinos y las de los cormoranes, unos pájaros extraños, con la apariencia de un pingüino, pero con la capacidad de volar.
Y en ese escenario se movían los yamanas, una tribu que -mientras duró su paso sobre la Tierra- desecharon los abrigos y nadaban desnudos en los mares fríos de la Antártica. Su historia finalizó con la llegada de los blancos, les dieron pieles para cubrirse, los hacinaron en un solo lugar y se contagiaron de todas las enfermedades de los blancos. La locura de Iguazú fue dando paso a la nostalgia que produce el frío; más de una semana en Ushuaia me parece algo cercano al destierro. No me imagino la vida todo el año en este lugar.
-Y... ¿qué te digo? -me dice alguien-; cada dos meses viajo a Buenos Aires y mi terapeuta me cuida por Skype.

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