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Totó la Momposina, toda una vida dedicada al arte de su ti





A sus 71 años sigue vigente. ¿Quién es esa mujer que no para de cantar?

Totó es un árbol.
Totó es candela viva.
Y se llama Cumbia.
Entra por una puerta pequeña. El pelo negro, crespo, alborotado como follaje. El tronco chico y grueso; la piel cetrina, arada por el tiempo, como corteza. Las piernas bajo el faldón dan pasos cortos. Son las 11:20 de la mañana. Hay 10 músicos adentro de la habitación, también hay trompetas, guitarras, gaitas y, por supuesto, tambores. La mujer pasa, mira con sus ojos diminutos y brillantes. Se mueve como mecida por el viento, saluda. La barahúnda arranca con brío, los cueros resuenan, la banda saluda a su capitana. Totó, la mujer de Mompox, libera su garganta poderosa. El Caribe arrecia en medio del páramo. En una mínima sala de ensayos de Bogotá se pare el sonido colombiano.
Totó cumplió 71 años, tiene tres hijos y nueve nietos. Fue bautizada como Sonia Bazanta en su caliente y natal Talaigua, en la isla de Mompox. Su biografía la señala como una de las principales representantes y exportadora del folclor nacional, dice que es la cuarta generación de una familia de artistas, que grabó nueve discos, que revolucionó el mundo en la entrega del premio Nobel de Literatura de 1982, que se ha presentado en los principales escenarios del planeta, que fue nominada al Grammy en 1992 y que este año colaboró con Calle 13 en la canción Latinoamérica que se llevó el galardón a mejor canción urbana. Las notas biográficas se quedan cortas.
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Raíces. Libia Vides extiende un periódico mientras se acerca a la ventana a escuchar la lluvia. 91 años de recuerdos se cubren bajo un vestido colorido tropical y una ruana opaca del altiplano. Libia es madre de Aminta, Consuelo, Noemí, Daniel y, claro, de Totó.
To, to, tó, golpetea el agua afuera y la mujer empieza a hablar del tambor: "La percusión es una cosa del corazón", dice. Para Libia los tambores son sístole y diástole, vida, latidos de una tradición que empezó con su abuelo, se transmitió a sus padres y pasó a ella y a su descendencia. Ahora la memoria está lejana, se convirtió en retazos. Libia aprieta sus párpados acuosos y cuenta las historias que le van saliendo.
Tierra vieja. Tierra fértil. Libia habla de Talaigua, de la música de esos años corroídos por el óxido del tiempo, de la guitarra de su abuelo y el tambor de su padre, de la unión de una fina familia materna con el arraigo popular de su sangre paterna. "Mi papá era negro, pero mi abuela era racista, y Dios la castigó casándole una hija con un negro. Cuando crecí me acuerdo que le decía a mi abuela '¿por qué no me deja ir a los bailes si yo siento aquí -se lleva los dedos al tórax y se da tres golpes con fuerza- que los tambores me suenan?' ", recuerda la mujer flaca desde el sillón.
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La savia de una tradición. Eso es Totó, mezcla, sangre (sangres), el fluido vibrante de una tierra.
Abrigo violeta, bufanda y falda verde. Una mujer se para frente al micrófono, es la misma que estremeció a Estocolmo, la que se plantó en vestido blanco con boleros rojos ante su majestad, el rey de Suecia, y ante un Gabo en liqui-liqui. "¿Tú sabes lo que es llegar y estar en medio de todo ese glamur y reglas y uno romper esa ceremonialidad con colores vivos, con lentejuelas? Los periodistas de aquí nos dijeron que qué íbamos a hacer allá, que íbamos a hacer el ridículo, pero les dimos una lección", contaría más tarde, 30 años después, la legendaria Totó que ahora baila entre sus músicos y alborota el ambiente al son del chandé, el bullerengue, el mapalé y la cumbia.
Suena Repárala, esa canción estupenda y arrebatadora. Marco Vinicio, el hijo de Totó, revienta los cueros, Rafael la emprende en la batería, el Indio toca la gaita, Freddy la trompeta, Jorge las maracas, Óscar el tiple, Juan Carlos la guitarra, José el bajo, Wilson el saxo, y Víctor el clarinete. Totó la Momposina y sus Tambores es una fusión entre intérpretes formados en universidad y tradicionales, un organismo sincronizado y agitador, un mecanismo que produce eso que, a falta de otra palabra, llamamos sabor.
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Semillas. El sabor de un país es una receta que se cocina con generaciones, es una semilla que germina con Caribe, llano y montaña. Con historia.
Totó rodó desde muy pequeña por la geografía nacional con sus padres, Libia -que también es cantadora- y Daniel -percusionista y melómano ya fallecido-, y sus cinco hermanos. De Mompox a Barrancabermeja, luego a Villavicencio y después a Bogotá. A finales de la década de los 40 la familia se estableció en la capital y abrieron una fábrica de zapatos, con la que se financió el gozo, pues la verdadera pasión de los Bazanta Vides era la música.
Aminta -una de las hermanas de Totó- tiene decenas de fotos de esos días. Su casa en Chía es una especie de museo de la familia y por las paredes se riegan imágenes viejas pegadas sobre corchos. "Este es Pablo López, el mejor cajero de Colombia. Aquí está Náfer Durán, Ciro Quiroz, este es mi abuelo y esta soy yo", dice ella señalando. De cada foto hay un comentario, un recuerdo que no muere, un testimonio de esos años de música, Caribe y ron.
"Mi papá traía esos acordeoneros viejos, como Alejo Durán, y armaba parrandas de una semana", recordaría más tarde Noemí, la hermana menor de Totó. Quien luego se lo piensa un rato y dice que esa fue precisamente la herencia que les dejó, la cultura, pues el dinero se fue en festejos. Lo dice, arruga esos ojos pequeñitos comunes a todas las Bazanta y termina con una risotada, igualmente común a todas las que llevan su apellido.
Pero no fueron solo las legendarias parrandas del padre, sino además la iniciativa de la madre lo que finalmente moldeó a la Totó que conocemos hoy. Libia Vides para aquel entonces también conformó un grupo musical con sus hijas, que se llamó Danzas del Caribe, como una manera de mantener viva su tradición y combatir el prejuicio rampante en muchos de los cachacos de sombrero y erres arrastradas. "Yo vencí el racismo aquí -dice Libia con su acento intacto y dándole un par de zapatazos enfáticos al suelo-, porque el tambor embruja, así usted no sea del Caribe. Aquí vinieron todas la personalidades, artistas y políticos, y vinieron a bailar mis tambores".
Danzas del Caribe se dio a conocer, participó en un programa de la recién nacida televisión llamado Acuarelas Costeñas y Totó empezó a brillar a través de los tubos catódicos, la fama creció y actuó en varios festivales nacionales y, en 1954, una celebridad que le robaba el corazón al mundo llamada Celia Cruz, compartiría escenario con la menuda y muy joven cantadora en la inauguración de la Feria Exposición de Bogotá. Ese día la estrella de la salsa le aconsejaría a Libia que cuidara a esa niña, porque tenía una voz potente y sería una persona muy importante. Tenía razón. En 1964 la joven cantadora armaría su grupo, Totó la Momposina y sus Tambores, con el que se abriría al planeta.
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Frutos. Totó es lo que se ve, es esa mujer que se para, canta, baila, que usa polleras de colores, que se carcajea. No hay pretensiones. Termina el ensayo y resopla, trae una banca y se sienta sonriente, satisfecha. "Uno es artista del pueblo. Para ser cantadora se debe estar en paz con el corazón, con el verbo y con el pensamiento", suelta pausada, suave, sus dedos revolotean para terminar de dar forma a sus palabras y se queda mirando directo a los ojos, luego su boca se arquea hacia arriba y muestra sus dientes: "¿Me entiendes? Esto no es fashion".
El compromiso de Totó con la música de la identidad se ha mantenido firme por más de 60 años. "Si Totó la Momposina no se hubiera especializado en estilos locales, podría ser con toda seguridad una estrella internacional, ya que es una cantante majestuosa, poderosa y versátil", escribió el periodista Robin Denslow en el periódico británico The Guardian. Pero Totó no consideró otro camino más comercial; de hecho, Willie Colón alguna vez se interesó en su talento y le propuso cantar en su orquesta, pero ella declinó la oferta. "El canto es la madre y no se puede vender", afirma.
Aunque estudió Técnica vocal en la Universidad Nacional, Organización de espectáculos en la Sorbona de París e Historia del bolero en Cuba; aunque ha recorrido el mundo desde Nueva York hasta la antigua Unión Soviética, pasando por Japón, Alemania, Canadá, por solo mencionar algunos; y su arte ha sido destacado por medios y especialistas de todas las latitudes, su modestia resulta una excentricidad.
Hay algo que estremece en todo lo que ella hace. Probablemente es la vibración cálida y afectuosa que se esparce en ese ritual atávico que es cada uno de sus conciertos, esa feliz invocación ancestral que hacen las hondas expansivas de una garganta que le rinde tributo a una tierra que olvida, a un país que a veces niega su raíz. "Mañana cuando me vaya, quién se acordará de mí / Solamente la tinaja, por el agua que bebí", canta en Aguacero de mayo.
Totó la memoriosa hace silencios, piensa con el índice en el mentón y mira un punto indeterminado. "Colombia es mi país y lloro mi país. Pero somos mezquinos porque somos egoístas y no asimilamos que tenemos una población indígena y negra", dice lamentando que nuestra identidad se esfume, que la música colombiana no se pase por emisoras, que los artistas del folclor desfallezcan en la bruma del abandono.
Seguramente el camino de la identidad no es el de la opulencia, pero no deja de sorprender que ella es una mujer que vive apenas con lo suficiente. "No tengo casa, porque la vendí para hacer el disco La Bodega -que salió en el 2009-. Yo vivo en arriendo en el barrio Santa Isabel, en un apartamento pequeño. No me quejo de mi vida aunque pasa uno a veces dificultades", dice la misma mujer que acaba de llegar de México y que se presentó con Lila Downs, con quien cantó esa conmovedora canción llamada Zapata se queda, la misma que grabó ese poderoso tema Latinoamérica, en el que sumó su voz a Calle 13, Susana Baca y María Rita: "Tú no puedes comprar el viento / tú no puedes comprar el sol / tú no puedes comprar la lluvia / tú no puedes comprar el calor".
Martha Galvis, su mánager, luego explicaría que "ella no se preocupa por el dinero, porque lo de ella es cantar, nada más. Por eso a veces la llaman y ella regala las presentaciones". Además, los conciertos pagos no son tan frecuentes y la compensación económica suele ser poca para una artista de su talla, más si se tiene en cuenta que va acompañada por una decena de músicos.
Pero los ojos de Totó brillan, se anima de nuevo, estrella las manos en el aire y otra vez su carcajada resuena. Habla con emoción del premio Vida y Obra que le entregó el Ministerio de Cultura el pasado 24 de noviembre. Dice que no es un homenaje solo para ella, sino para las cantadoras, para la tradición. "Este premio se lo debo a Dios, a mi familia de artistas. A la rigidez de mi mamá y mi abuelo. A todas las personas que colaboraron con uno".
"Tengo 71 años, pero soy una señora joven y bella. Soy abuela de nueve muchachos y tuve tres hijos". Ese es su orgullo. Su hijo Marco la resume: "Ella es una mujer poderosa". Él continúa el legado de Totó y dos de sus nietas se preparan para ser cantadoras.
Sonia Bazanta se llama Totó y alguna vez una tocaya suya, la cantadora haitiana Toto Bissanthe, le contó que su nombre en África significaba "mujer pequeña de corazón grande". Totó es la palabra que de niña repetía. To-tó es el sonido de dos golpes en un tambor hecho con madera de árbol momposino.

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