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La pelea por la historia




Ahora la pelea es por la historia.
Era lógico y era de esperar. La historia siempre fue un campo de pelea de las ideas: lo que se cuenta sobre tal o cual período pasado es, entre otras cosas, un efecto de lo que ese narrador –o historiador o cronista o académico– piensa sobre el presente donde vive. Y, en la Argentina, un poco más.
Yo decidí estudiar historia porque cuando tenía 15 años y era un joven militante hacíamos “grupos de estudio” de historia argentina para convencer a otros muchachos –y casi todos decidían militar bastante antes de llegar al siglo XX. La historia era un instrumento de comprensión y de agitación, de discusión política: tomar posición en el pasado era una toma de posición en el presente y el futuro; siempre lo fue.
Aunque años después, ya exiliado en París, cuando empecé a estudiar historia en la universidad, entendí que había grados, y que los argentinos poníamos la historia en el presente con una fuerza que otros no. Más de una vez traté de explicárselo a mis compañeros locales: acá, les decía, hay gente que reivindica la tradición jacobina, pero es difícil pensar que saldrían a la calle gritando Robespierre-Jaurès-Mitterrand, un suponer –como argentinos sí gritaban San Martín-Rosas-Perón. Pero, aún así, estaba claro que, si académicos perfectamente calificados decidían estudiar el papel de la mujer en la Edad Media o la esclavitud en la democracia griega, no era por un azar celeste: era –obvio– porque su sociedad y sus ideas reclamaban ese tipo de temas.
Lo mismo en todas partes. Aquí la historia estaba tan inscripta en la política que una de las formas de deshacer la política que encontró el peronista Carlos Menem fue neutralizar la historia: con aquella emisión de billetes donde convivían Rosas y Sarmiento, por ejemplo, quiso decir que todo se había disuelto en el mismo barro del mercado. Le fue bien: en medio de privatizaciones y televisores baratos y la irrupción de Tinelli y el doctor O’Donnell secretario de Cultura casi nadie hablaba del pasado.
Pero desde 2001 la historia volvió al escenario público, y se hizo nuevamente muy política. Por eso no me sorprende que ahora el gobierno peronista, tan preocupado por su manejo del relato, haya creado un "Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego" para difundir sus ideas al respecto.
Aunque lo hizo con la torpeza habitual. Se supone que el fin de una institución de conocimiento es conocer; este Instituto, dice el decreto, en cambio, se constituye para “reivindicar a todas y todos los que defendieron el ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante de quienes han sido, desde el principio de nuestra historia, sus adversarios, y que, en pro de sus intereses han pretendido oscurecerlos y relegarlos de la memoria colectiva del pueblo argentino”. O sea: no para tratar de saber sino para difundir lo que creen de antemano.
Lo cual produjo airadas reacciones entre los historiadores “profesionales”. Luis Alberto Romero escribió en La Nación que “el Estado argentino se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito”. Y La Nación misma –el diario fundado hace siglo y medio por el padre de la historia “liberal y extranjerizante”, Bartolomé Mitre– dijo en un editorial que “lo que se busca desde el Poder Ejecutivo Nacional es falsear los hechos del pasado para servir al discurso oficial (…), una historia sesgada y falsa que a la postre no servirá ni al propio gobierno, pues la ciudadanía sabe cuándo se la quiere engañar”. A lo cual un miembro del nuevo Instituto, Hernán Brienza, les contestó elegante que (Romero y Sarlo) “son como musculosos patovicas culturales que fiscalizan que no se les llene de negros el zaguán de la Historia y la Literatura”.
Son dos peleas simultáneas: por un lado, la de distintos sectores políticos por dictar lo que se dice del pasado como modo de dictar lo que se dice del presente. El relato histórico tradicional, que hace hincapié en la fuerza “civilizatoria” de quienes crearon la República burguesa a golpes de sable, se bate contra el relato histórico oficialista, que exalta lo “nacional y popular” a menudo representado por jefes militares y patrones de estancia: contra la frialdad de la explotación liberal, el paternalismo de la explotación populista.
Y, al mismo tiempo, sigue la pelea ya habitual sobre quién y cómo escribe los relatos –en este caso históricos. La polémica sobre periodismo profesional y periodismo militante se reproduce ahora, casi calcada, en el campo de la historia. Y aquí también los “profesionales” exageran su supuesta neutralidad cuando eligen qué cuentan y cómo lo cuentan, y se atrincheran detrás de una disciplina –“una ciencia”– que estaría por encima de sus ideas del mundo. Y los “militantes” despliegan su obcecación para imponer sus relatos sin discusiones ni intercambios, sin el menor lugar para la duda. Unos pretenden que sólo saben que no saben nada y sobrevuelan ligeramente angélicos, otros dicen que todo el que no dice lo que dicen ellos es la última basura: a repetir, que chocan los planetas.
Todo lo cual oscurece de algún modo la extraña torpeza del gobierno: nombrar al frente de su instituto al doctor Mario O’Donnell. ¿No se les ocurrió nada peor? ¿Era necesario que pusieran a dirigir un instituto de historia revisionista a alguien cuya historia no soporta la menor revisión? ¿A un señor conocido como el mayor oportunista de un país lleno de oportunistas, notorio por haber sido oficialista de cada uno de los gobiernos argentinos de los últimos 28 años, funcionario de todos, adulador público de Alfonsín, de Menem, de de la Rúa, de Duhalde, de Cristina Fernández?
¿No les habría resultado más fácil poner a alguien que no contradijera con sus actos sus palabras? ¿O incluso con sus palabras sus palabras? ¿O les da igual? Y, si así fuera, ¿no es cruel haber obligado a los demás integrantes del instituto, celosos defensores de la revisión histórica, a bajar la mirada cuando tienen que revisar, digamos, el neoliberalismo menemista delante de su director, uno de sus defensores más ardientes? ¿No es complicado, para esos señoras y señores, defender su busca de la “verdad histórica” si deben olvidarla frente a su propio jefe?
Aunque, de últimas, no pasa nada. Alguna vez, dentro de muchos años, un instituto de revisión histórica revisará este alarde de a mí qué me importa –y seguro que, entonces, muchos de sus miembros tendrán mucho que decir sobre el asunto.

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